Graciela Torres lleva más de siete años viviendo en Guadalajara donde vive de la venta de artesanía.
“Extraño mucho Santa Catarina, pero ahí no había nada que hacer y yo necesito comer. Suelo ir ahí dos veces al año para ver a mis hermanos, pero son viajes de más de 20 horas en autobús, está muy lejos, el trayecto es muy pesado”
Álvaro González
Cuando habla Graciela Torres González apenas se le escucha su voz. Pero poco a poco vence a la timidez. Tiene 35 años y una familia que mantener. La artesana lleva varios años viviendo en Guadalajara junto a sus cuatro hijas y forma parte del grupo de 70 artesanos que todos los días venden sus productos a un costado del Palacio Municipal de Guadalajara.
Nació en la comunidad wixárica de Santa Caterina, en el municipio de Mezquitic, pero muy joven emigró junto a su padre y su familia a Zacatecas donde pasó la mayor parte de su infancia y juventud. Desde hace siete años vive, junto a sus cuatro hijas, en Guadalajara.
“Extraño mucho Santa Catarina, pero ahí no había nada que hacer y yo necesito comer. Suelo ir ahí dos veces al año para ver a mis hermanos, pero son viajes de más de 20 horas en autobús, está muy lejos, el trayecto es muy pesado”. Graciela tiene las manos pequeñas, perfectas para el trabajo meticuloso que exige la artesanía. A los seis años aprendió el oficio, así que ahora es toda una experta.
“Para hacer unos aretes me tardo una hora. Para hacer un collar necesito más tiempo, una hora quizás, para otro tipo de cosas, como collares un poco más”, dice mientras muestra un colgante en forma de águila. Es su animal favorito. Ese collar cuesta 600 pesos. Es el producto más caro que tiene a la venta en su puesto. El más barato son unos aretes pequeños de 25 pesos.
“Guadalajara me gusta, aunque hace mucho calor y llueve mucho. Pero la gente en general nos trata bien. Nos traen comida, nos preguntan cómo estamos, quieren saber si necesitamos algo, son muy amables”.
Graciela muestra también su bolsa que ella mismo tejió también con la figura del águila y de un árbol con frutos. “No tiene ningún significado especial, simplemente me gustó cómo quedó la composición”.
Graciela alterna su trabajo como artesana trabajando de sol a sol un par de meses al año en la recolección de jitomate en San Cristóbal de la Barranca, Jalisco.
“Se gana más o menos lo mismo que con la artesanía, pero me gusta hacerlo porque es algo diferente. A veces puede uno se aburre haciendo solamente una cosa”.
Al puesto de Graciela, donde dominan los collares de canutillo, los pendientes y las pulseras de colores, una chica se le acerca ofreciéndole comida que se la traen de un local cercano. Durante la entrevista atiende a un par de clientes y vende un par de aretes.
“Tenemos días buenos y malos. Llegamos aquí a las nueve de la mañana y nos vamos hasta la noche, si es que no llueve. Pero hay días en que no se vende nada. La vida del artesano es dura, pero tiene satisfacciones”.
Sobre los problemas que han tenido con los inspectores y la policía municipal de Guadalajara, quienes los han sacado de la Plaza Tapatía, asegura que lo único que quieren es que los dejen trabajar tranquilamente.
“Nosotros vivimos de esto y ya tenemos suficientes problemas. Trabajamos muchas horas debajo del sol, con lluvia, para que encima no nos dejen vender lo que hacemos y nos quiten nuestra mercancía. No es justo”.
PERFIL
Graciela nació hace 35 años en la comunidad de Santa Catarina en Jalisco. Sin embargo, vivió casi toda su infancia en Zacatecas. Desde hace siete años reside en Guadalajara, a donde llegó con sus cuatro hijas. La mayor tiene 22 años y la menor nueve. Está separada de su esposo desde hace seis años. Asegura que ya no sabe nada de él y que no tiene novio. Todas sus hijas estudian, menos Sandra, que tiene 16 y prefiere apoyar a su madre con el negocio de la artesanía. Con ella comparte un pequeño espacio en la calle. “Quiero que mis hijas estudien y se preparen para que puedan tener un mejor futuro”.